Cuan fácil nos resulta culpar a un tercero de nuestras miserias, creerlo el origen de nuestros problemas y condenarlo sin derecho a defensa.
Cuando el problema nos supera, cuando no queremos afrontar la realidad, asumir nuestra parte de culpa. Cuando nos negamos a ver que nosotros mismos propiciamos el problema surgido, porque nos vemos perfectos, nos creemos poseedores de la verdad suprema… Odiamos sin más.
Y es un odio que corroe las entrañas, un sentimiento visceral que terminamos dirigiendo hacia un tercero, haciéndole diana fácil sobre la cual clavar dardos de odio, rencor, celos…Lo insultamos, lo rebajamos hasta tal punto que llegamos a hacerlo sentir como el peor de los virus.
Y entonces, erróneamente, pensamos que el problema ya está solucionado. Nos creemos que todo irá mucho mejor a partir de ahora, que el mal fue arrancado de raíz.
Cuan ilusos podemos ser a veces.
Mientras no afrontemos nuestras propias miserias, el problema seguirá estando ahí. Mientras no aceptemos nuestra parte de culpa, la solución se hace imposible.
Empecemos por asumir nuestros fallos, por dejar de culpar a terceros de todo lo malo que nos acontece.
Quizás así, podamos comenzar a caminar hacia la salida del túnel donde nos hayamos inmersos.